GINEBRA — Con sus métodos sombríos y su manera de someterse a los controles, Lance Armstrong se convierte en el símbolo de los años negros del ciclismo, infestado por el dopaje con EPO y transfusiones sanguíneas que han manchado el palmarés reciente del Tour de Francia.
Para la Agencia Antidopaje Estadounidense (USADA), que ha desenmascarado al héroe nacional, la “época del ciclismo profesional en la que (Armstrong) dominó el pelotón fue la más sucia de la historia del deporte” y el sistema implantado por el texano, “el programa de dopaje más sofisticado, profesional y exitoso jamás visto”.
Este sistema consistía, grosso modo, en contratar a un motorista para asegurarse las discretas entregas de productos dopantes durante el Tour, disimular las jeringuillas en latas de refrescos, jugar a despistar a los inspectores y, sobre todo, dominar el aspecto científico del dopaje con el fin de evitar dar positivo.
“Los métodos no son en absoluto sofisticados”, estima Martial Saugy, director general del Laboratorio Antidopaje de Lausana, gran conocedor del mundo ciclista, que destaca que “el caso Balco, que tuvo lugar más o menos en la misma época, tenía un sistema mucho más sofisticado”.
Este laboratorio Balco, por el que pasaron los grandes nombres del deporte estadounidense como la reina del sprint Marion Jones o la estrella del béisbol Barry Bonds, disponía de un producto especialmente desarrollado con el objetivo de mejorar el rendimiento deportivo sin ser detectable.
El US Postal, en cambio, lo apostó todo a un medicamento, la EPO (eritropoyetina), como tantos otros en aquella época. Esta sustancia, destinada en su origen a tratar la anemia, comenzó a interesar a principios de los años 1990 a los esquiadores de fondo y a los ciclistas por sus grandes efectos en la resistencia.
La victoria del danés Bjarne Riis en el Tour de 1996 demostró que este producto podía transformar a un simple corredor en gran conquistador de las cumbres alpinas.
El caso Festina en 1998, pese a su gran repercusión, no calmó esta carrera por dotarse con armamento farmacéutico, aunque supuso la puesta en marcha de un test de detección de EPO en 2000, que el ciclismo fue el primer deporte en utilizar y que significó una especie de cortafuegos al consumo masivo y peligroso hasta ese momento.
Para Martial Saugy, el verdadero mérito del US Postal de Armstrong fue haber “sabido adaptarse a la lucha antidopaje”: “Fue un equipo que no escatimó nada en los aspectos de la preparación de un resultado”.
Cuando el uso de la EPO se convirtió en peligroso, Armstrong se decantó por las transfusiones de su propia sangre, un método que seguía siendo indetectable en los controles tradicionales, tal como explicó Floyd Landis, un excompañero del texano.
Tras cuatro años retirado, el jefe del pelotón pudo ver la diferencia cuando regresó al ciclismo en 2009, ya que la Unión Ciclista Internacional (UCI) implantó un año antes el pasaporte biológico, una herramienta que le permitía controlar los valores sanguíneos de los corredores y comprobar así posibles manipulaciones.
Pese a no ser el arma definitiva, tal como reconoce la UCI (que fue el primer organismo deportivo en utilizarlo y sancionar a los corredores), el pasaporte tiene un efecto disuasorio.
Cuatro años después de su puesta en práctica, la mayor parte de los corredores del pelotón presentan valores aceptables, según un balance presentado en junio por la UCI.
Al contrario que otros deportes afectados por el dopaje, el ciclismo no ha reparado en medios y ha sancionado a sus últimos grandes campeones (como al español Alberto Contador, desposeído del Tour de 2010), lo que le ha valido ser puesto como ejemplo por la Agencia Mundial Antidopaje (AMA), aunque aún no ha logrado quitarse la imagen de “dopaje generalizado”.
“En en el Tour de 1999 se hablaba de una renovación, pero yo siempre pensé que hacía falta una (nueva) generación de ciclistas tras el caso Festina”, asegura Saugny. “Esa generación (la de Armstrong) está camino de retirarse y espero que vayamos hacia una dirección diferente”, añade.